Ordo Fratrum Minorum Capuccinorum IT

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fr. Roberto Martinez OFMCap

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El Evangelio y las Constituciones

de los Hermanos Menores Capuchinos

fr. Roberto Martinez OFMCap

I. Introducción

Como atestiguan los primeros biógrafos de San Francisco de Asís, la palabra de Dios estuvo siempre muy presente en la vida de nuestro seráfico padre. Cuando en busca de la voluntad del Altísimo, este acudió a la iglesia de San Nicolás acompañado de su amigo Bernardo de Quintavalle, el pobrecillo de Asís se topó con tres textos que hablaban sobre las exigencias de seguir a Jesús, pobre, humilde y crucificado (Mt 19,21; Lc 9,3; Mt 16,24; Const. 2,1). A partir de ese momento, Francisco decidió que su vida sería según la manera del santo Evangelio.

A pesar de lo compleja que puede ser la contabilidad, se ha estimado que hay 196 citas bíblicas en los escritos de San Francisco: 32 del Antiguo Testamento y 164 del Nuevo Testamento (115 de los evangelios). Además, según el juicio de los editores del aparato crítico al margen de las páginas de algunas de las ediciones de las Constituciones, en ellas hay aproximadamente 325 alusiones a las Sagradas Escrituras –incluyendo una cita directa de los evangelios (Mt 25,25 [Const. 104,1]) y tres de las cartas de Pablo (Rom 12,2 [Const. 44,3]; 2 Tes 3,10 [Const. 80,3]; Gal 6,10 [Const. 87,1]). Ha sido, pues, un gran acierto, dado el apelativo de “hombre evangélico” que caracteriza a San Francisco de Asís, que las Constituciones Capuchinas comiencen de la siguiente manera: “El santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo es siempre principio de la vida entera de la Iglesia y mensaje de salvación para todo el mundo” (Const. 1,1; ver también 53,2)[1].

Como seguidores de San Francisco, la vida de los Capuchinos se distingue por un continuo esfuerzo en cooperar con la gracia divina para identificarnos cada día más con Jesucristo. Nuestras Constituciones rebosan de valores evangélicos que en cada página intentan animarnos a seguir las huellas de Jesús a la manera de nuestro fundador. El presente comentario a las Constituciones es un intento por ayudarnos a profundizar en la riqueza evangélica contenida en ellas y es también un esfuerzo por resaltar aquellos valores del Reino de Dios que con mayor interés han querido destacar los autores de estas. Siguiendo las recomendaciones del Ministro General y su Consejo, los comentarios de este trabajo, sin dejar de tener como fundamento un valor científico, están especialmente destinados a todos los hermanos con el propósito de animarlos en su formación continua y se prestan tanto para una lectura individual como comunitaria.

El contenido evangélico de nuestras Constituciones es amplio y, por ende, tratar de forma exhaustiva todos los temas bíblicos que aparecen en sus páginas va más allá de nuestras posibilidades. Las limitaciones de espacio nos obligan a seleccionar aquellos temas que, de una manera explícita o implícita, surgen de forma transversal en las nuevas Constituciones y nos parecen más relevantes. Cada apartado dará inicio mediante una exposición de los aspectos más importantes de algunos de esos temas según aparecen, principalmente, en el Nuevo Testamento (NT), para luego presentar cómo cada uno de ellos se encuentra en las Constituciones.

II. El Reino de Dios

Si los Hermanos Menores Capuchinos debemos vivir según el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo (1,2–5), entonces hemos de identificarnos y abrazar cada día con mayor fervor y entusiasmo los valores del Reino de Dios. El contenido principal de la predicación de Jesús se resume en la frase: “está cerca el Reino de Dios” (Mc 1,15), lo que se identifica a su vez con el “evangelio de Dios” (Mc 1,14) o “el evangelio del Reino” (Mt 4,23; 9,35; 24,14). En la medida en que este concepto constituye el núcleo de la predicación de Jesús, profundizar en ello debe ser una de las exigencias fundamentales para comprometernos a vivir cada día más estrechamente el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo.

Las Constituciones, al igual que los evangelios, presumen el contenido del Reino, pero nunca lo definen. Es conocida la dificultad que existe a la hora de definir el Reino de Dios, lo cual se debe a que ese Reino proclamado por Jesús constituye un “símbolo de tensión” (tensive symbol) que no evoca un solo significado, sino toda una gama de interpretaciones. Para tratar de entender lo que podría designar, es preciso acercarse a este Reino a través de la multiplicidad de parábolas y referencias que se hacen en los evangelios. El precedente de este concepto se encuentra en el Antiguo Testamento (AT), donde se refleja la idea de la “realeza del Señor” y Dios es presentado como un soberano (1 S 8,7; 12,12; Sal 47,3.8) que reina (Ex 15,18; Sal 93,1; 97,1) y ejerce autoridad (Ab 21; Sal 145,11–13). En el NT, Jesús comienza su ministerio proclamando el Reino (Mc 1,15) como una semilla que crece (Mc 4,30–32) y que, por tanto, alberga tanto una fase presente (Lc 16,16; 17,21) y una futura (Lc 13,28–29; 22,29–30). Aunque la manifestación del Reino está próxima, su aparición no es físicamente palpable (Lc 17,20–21) y el momento preciso de su llegada es desconocido (Mc 13,32), por lo cual debemos estar atentos a los signos de los tiempos (Mc 13,29–31). Para el Reino que Jesús anuncia, los indigentes están mejor preparados (Lc 6,20) que los ricos, debido a que las riquezas mundanas son muchas veces un obstáculo para alcanzarlo (Mc 10,23–25; Lc 16,9–15). De la misma manera, los niños y la gente sencilla son más aptos que otros para entender sus misterios (Mc 10,13–16; Lc 10,21).

Aunque las buenas nuevas del Reino se predican a todo el mundo, sus misterios se revelan de manera más íntima a quienes lo siguen (Mc 4,11.33–34) y participan de su proclamación (Lc 9,1–6; 10,1–11). Las exigencias del Reino son grandes y algunos deben estar dispuestos a dejarlo todo para anunciarlo (Lc 9,57–62). La totalidad de la actividad de Jesús –sus palabras y sus obras– se centra en la proclamación de este “evangelio del Reino” (Mt 4,23; 9,35; 24,14): la buena noticia que el ministerio de Jesús inaugura y de la que participarán quienes se arrepientan y crean. En resumen, con sus palabras y obras Jesús anunció la inminente llegada de un estado en el que se establecería la soberanía y el mandato de Dios sobre un nuevo pueblo, cuyas relaciones y valores estarían caracterizados por el amor mutuo.

Las Constituciones mencionan en 30 ocasiones el “Reino de Dios” (también “Reino de los cielos” o “Reino”) y contienen 124 referencias al “Evangelio” mediante una variedad de sustantivos, adjetivos o formas verbales. Estas se refieren al “Reino” como una realidad que, así como lo hizo Cristo, tenemos que anunciar (39,1; 78,2; 96,1; 150,1; 175,4), dar testimonio de él (4,1; 16,4; 165,4) y orar (51,1) para que se logre su instauración (10,1; 78,6). La vida fraterna es fruto del advenimiento del Reino (13,4) y es también la razón por la cual hemos hecho votos y nos esforzamos por identificarnos con Cristo (22,1.4; 169,1.6; 173,7). Este Reino se revela a los sencillos (24,3) y nuestro estado de vida, así como también nuestra mutua estima, lo proclama (33,2; 168,3) y lo manifiesta como una realidad ya operante (106,3) –aunque todavía vayamos caminando hacia su plenitud (107,1).

Aceptar el Reino conlleva un cambio radical de vida para conformarse a Cristo mediante la penitencia (109,1) y por él a veces es preciso asumir sufrimientos, padecimientos y persecuciones (110,5). Nuestra vida está al servicio del Reino (145,3) y, como signo de su llegada, estamos llamados a compartir con personas de toda condición, sobre todo con los pobres y los atribulados (153,2). Para realizar la misión de proclamar el Reino, debemos colaborar con otros, particularmente con los hermanos de la Orden Franciscana Seglar (155,2). Nuestra vocación conlleva un esfuerzo por tratar de conducir a todos a formar parte del Reino (173,3), pues su promoción favorece la unidad de la familia humana en la caridad perfecta a la que estamos llamados (109,8). Vivir según el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo es, pues, abrazar los valores del Reino con la ayuda del Espíritu Santo, para que, asistidos por la guía de la Iglesia y mediante un esfuerzo de conversión continuo, podamos proclamarlo con alegría y gozo según nuestro propio carisma de minoridad y fraternidad.

III. Seguidores y discípulos de Cristo

Inspiradas en los evangelios, las Constituciones expresan con dos términos clave el llamado a vivir radicalmente la vida de Jesús: los “discípulos” (μαθηταί) y los que lo “siguen” (ἀκολουθεῖν)[2]. Con estas dos expresiones, los evangelios describen a aquellos primeros simpatizantes de Jesús que fueron llamados mediante su iniciativa gratuita para estar con él (Mc 3,13–15). Estos fueron invitados a participar de su estilo de vida y misión, que, como vimos, consistía en la propagación e instauración del Reino de Dios (Mc 1,15). Como seguidores de Jesús, debían identificarse con Él (Mc 8,34–35) y colaborar en su obra (Mt 10,1–42) –un esfuerzo que sería acogido por algunos, pero rechazado por otros hasta el extremos de engendrar persecución y sufrimiento. Sus discípulos no solo tendrían que estar íntimamente unidos a él (Jn 15,1–17; 17,23), sino también unos con otros, para formar una nueva fraternidad que fuera signo de la presencia del Reino (Jn 13,34–35; Hch 4,32–35). La autenticidad de este seguimiento se evidenciaría por el deseo de cumplir la voluntad de Dios (Mt 7,21–27; Jn 8,31–32; 15,14) y vivir en actitud de servicio, excluyendo todo afán de dominio (Lc 22,24–27).

El seguimiento de Jesús implica que es necesario recorrer un determinado camino hasta llegar a convertirse en verdaderos discípulos de él. Aunque se les han confiado los misterios del Reino, los discípulos no siempre entienden el significado de sus enseñanzas y sus acciones (Mc 4,13; 6,52; 7,18–19; 8,14–21). Por eso Jesús, con una pedagogía paciente, corrige sus miedos y faltas de fe (Mc 4,40), sus equivocadas aspiraciones (Mc 9,33–37; 10,35–45) y sus malas interpretaciones sobre quién es él (Mc 8,27–35). Jesús sabe que hasta tanto no entiendan que es necesario dejarlo todo para seguirlo, no podrán llegar a convertirse en verdaderos discípulos.

Estas características del discipulado se ven reflejadas en las Constituciones, que presentan a Francisco como un discípulo de Cristo que nos enseñó a seguir sus huellas (2,1; 21,4; 111,2). Tal y como era de esperarse, estas hacen del pobrecillo de Asís nuestro modelo para seguir los pasos de Jesús (3,2). Las Constituciones reconocen que el seguimiento de Cristo es un camino que hay que recorrer: “La formación a la vida consagrada es un itinerario de discipulado guiado por el Espíritu Santo que conduce a asimilar progresivamente los sentimientos de Jesús, Hijo del Padre, y a configurarse con su forma de vida obediente, pobre y casta” (23,1). Por lo tanto, como discípulos (y profetas) de Jesús no solo estamos llamados a anunciar el Reino de Dios y sus valores (39,1; 181,1), sino también a seguir las huellas de su amado Hijo para ser transformados progresivamente a su imagen por la fuerza del Espíritu Santo (16,3; 44,4). Es viviendo en pobreza, obediencia y castidad damos testimonio de nuestra condición de discípulos (22,2; 60,4–5; 61,1–2; 77,1). Ese seguimiento nos exige también amar a los pobres tal y como Jesús nos enseñó (60,3) y, alimentados por la palabra y la Eucaristía, amarnos mutuamente –signo de que estamos en camino de convertirnos en auténticos discípulos de Cristo (88,8; 89,2). Es menester recordar, sin embargo, que este itinerario del discipulado no nos inmuniza contra la pobreza y la debilidad humana, por lo cual es esencial vivir en continua oración (45,7; 55,5).

Un elemento medular de ese seguimiento de Cristo es la vida en fraternidad, que Francisco instituyó siguiendo el modelo de Jesús y sus discípulos (88,6; 146,3). Del discipulado también se desprende la disponibilidad para enfrentar los sufrimientos por el bien del prójimo (147,8). Asimismo, nuestro particular carisma de minoridad intenta resaltar un valor particular del discípulo de Jesús: no buscar los primeros puestos, sino los últimos (158,5). Como seguidores de Cristo, estamos llamados a perseverar y a profundizar en la fe que profesamos (182,1) en medio de la acción y en la contemplación (15,4). Nuestro trabajo es, además, signo de nuestro discipulado (78,5), que también nos impulsa a fomentar entre otros el deseo de seguir al Señor según el ejemplo de San Francisco (102,6). Ya que por Jesús lo hemos dejado todo, incluso la familia, para acoger su seguimiento exigente (173,6), nunca debemos olvidar que las fuerzas para ir tras él se apoyan en última instancia en su gracia (189,1).

IV. El Espíritu Santo

Los evangelios resaltan cómo la presencia dinámica y la fuerza del Espíritu Santo llena a Jesús desde su concepción virginal y le impulsa a llevar a cabo su misión, así como también a los apóstoles y a la Iglesia. El Evangelio de Lucas, que en sus dos volúmenes (Lucas-Hechos) es quien mejor resalta este elemento, destaca desde los capítulos iniciales cómo el Espíritu Santo obra de un modo especial en las figuras vinculadas a Jesús: Juan estará lleno del Espíritu Santo desde el seno de su madre (1,15); sobre María vendrá el Espíritu Santo con su poder y la cubrirá con su sombra (1,35) e Isabel reconocerá a la madre de su Señor al quedar llena del Espíritu Santo (1,41–43). Igualmente, Zacarías profetiza lleno del Espíritu Santo (1,67) y el anciano Simeón es movido por su mediación a descubrir la presencia del Salvador en el Templo (2,25–27).

A partir de esos datos iniciales, Lucas presenta toda la vida pública de Jesús dentro del contexto de la acción del Espíritu: este desciende sobre Jesús durante su bautismo (3,21–22), lo impulsa al desierto (4,1), lo lleva a Galilea (4,14) y lo invade al comienzo de su ministerio (4,17–21). Jesús se llena de gozo en el Espíritu (10,21) y por su poder sana a los enfermos y expulsa a los demonios (11,14–20; cf. Mt 12,28). Por su parte, los apóstoles continúan la obra salvadora de Jesús porque son confirmados por la fuerza del Espíritu (Hch 1,8). Lucas subraya a lo largo de Hechos –que bien podría denominarse los “Hechos del Espíritu Santo”– cómo el dinamismo del Espíritu va capacitando a la Iglesia primitiva para testimoniar (2,4; 4,8; 6,8.10; 9,17), realizar prodigios (5,12.15–16; 8,5–7), administrar (6,3), dirigir (8,29; 10,19; 13,2; 19,21), tomar decisiones (15,28) y fortalecerse en las pruebas (20,23).

Al igual que los evangelios, las Constituciones destacan la importancia del Espíritu Santo en su función de animar la vida y misión de los frailes capuchinos. Estas comienzan por reiterar lo que las Escrituras testimonian sobre la función que desempeña el Espíritu Santo como guía de la Iglesia (1,2). Asimismo, destacan su importancia en la vida de los frailes menores para progresar en el seguimiento de Jesucristo (1,4). Subrayan, además, que este Espíritu enriquece a la Iglesia con diversidad de dones para su renovación y para la edificación e instauración del Reino de Dios (10,1). También señalan que el Espíritu Santo vivifica y guía a los hermanos a lo largo del proceso de formación (24,1), a la vez que enfatizan que debemos desear su actividad y santa operación por sobre todas las cosas (38,1; 44,4).

El Espíritu Santo nos dispone hacia la vida de oración (45,1) y nos capacita para orar genuinamente, de manera que otros puedan ver en nosotros un testimonio auténtico de la bondad de Dios (45,8). El fraile menor debe siempre dejarse guiar en su oración por el Espíritu Santo para poder crecer cada día más en Cristo (52,4) y prestar, con ánimo dispuesto y generoso, un alegre testimonio del Evangelio (157,4). Por lo tanto, la obediencia al Espíritu es la que nos permite servir a la Iglesia y dar testimonio con el ejemplo y la palabra (146,4). En resumen, el Espíritu Santo nos impulsa y sostiene para perseverar en el camino que hemos comenzado (168,5).

V. La alegría

En el NT, la palabra “evangelio” significa “las buenas noticas del Reino de Dios” y comprende la predicación acerca de Jesús, quien sufrió la muerte en la cruz para procurar la salvación eterna de los seres humanos. Pablo llama a su predicación “nuestro evangelio” (2 Co 4,3; Ro 2,16; 16,52; 1 Tes 1,5; 2 Tes 2,14; 2 Tim 2,8) y como “buena noticia”, es siempre fuente de gozo y alegría que fluye de las jubilosas nuevas de que en Cristo Jesús es posible vencer al pecado y la muerte. Aunque otros evangelios hablan de la alegría que produce el anuncio de Jesús (Mc 4,16; Mt 2,10; 13,44), es Lucas, una vez más, quien mejor pone de relieve este aspecto. Los términos “alegría”, “gozo”, “júbilo”, y “exultación” inundan la obra de este evangelista de principio a fin.

Así pues, tanto el nacimiento de Juan el Bautista (1,14) como el de Jesús son motivo de “alegría” (1,28 ). Esta se manifiesta durante la visitación de María a Isabel (1,44–47), la comparten también los pastores cuando reciben el feliz anuncio del nacimiento del Salvador (2,10–11) y los ancianos Simeón (2,28) y Ana (2,38) entonan alabanzas que reflejan el gozo del Señor. Todos ellos simbolizan a los pobres del Señor (los anawim), que se regocijan ante el anuncio del Evangelio. Es la “alegría” que siente el propio Jesús, así como también sus discípulos por participar en su misión y en la propagación de su palabra (10,17.20.21). Es un “gozo” que comparte la multitud por las maravillas que Dios manifiesta en sus vidas (13,17). Es el “júbilo” de Dios cuando encuentra lo que se le ha perdido (15,6.9.23–24), el “gozo” de Zaqueo al encontrarse con Jesús (19,6) y la “alegría” desbordante de los discípulos que ven cumplidas sus promesas (19,37). Finalmente, es el regocijo que produce el encuentro con el Señor resucitado (21,41) y el saber que él ha vencido para siempre la muerte (24,52).

Si, como decía Santo Tomás Moro, “la alegría es el gran secreto del cristianismo”, San Francisco ha encontrado el tesoro escondido (Mt 13,44) y lo ha dejado en herencia a sus seguidores. Así lo manifiestan las Constituciones al recordarnos que estamos llamados a seguir con alegría las huellas de Cristo (2,1; 147,2) y a celebrar la Eucaristía cotidianamente con gozo fraterno (2,2). Por eso, nuestra forma austera de vida debe reflejar una penitencia alegre (5,3; 61,1; 109,5): “Los penitentes franciscanos deben distinguirse siempre por una delicada y afectuosa caridad y alegría, al igual que nuestros santos, austeros consigo mismos, pero llenos de bondad y condescendencia con los demás” (110,2). En este espíritu, debemos aprender a ofrecer las molestias de la vida e incluso los sufrimientos, según nos vamos conformando con Cristo (110,5). Viviendo gozosos entre los pobres, los débiles y los enfermos (5,4), queremos compartir con ellos sus sufrimientos, pero también sus alegrías (50,5), a la vez que animamos a todos a experimentar el júbilo del amor de Dios (15,5).

La gracia de nuestra vocación es una de las mayores razones para alegrarnos (16,3) y por ello, estamos llamados a servir con alegría (16,5). Cada hermano es motivo de regocijo (28,1) y comparte con nosotros la misión de ofrecer un testimonio gozoso de nuestra vida (17,2; 67,4; 106,2.4; 108,1; 157,4). Debemos celebrar con júbilo el Domingo, la Pascua semanal, el don de la creación (52,2) y trabajar con ánimo alegre (78,5; 172,8), gastando de buen agrado nuestras energías (79,2). Este regocijo en el que estamos llamados a vivir se debe expresar en la acogida de los hermanos (98,1), así como también en el testimonio de nuestra castidad (171,1; 172,4; 173,7). La convocatoria que hacemos a todos hacia la conversión y la salvación debe también ser alegre (173,2; 176,1), al tiempo que nos esforzamos por perseverar en nuestra vocación con un espíritu de gozosa renovación (184,3).

VI. La Iglesia

La alegre predicación del Evangelio tuvo desde sus orígenes una dimensión comunitaria (Mc 1,16–20; 2,13–14; 3,7–19). El anuncio y la vivencia de los valores del Reino de Dios se concretizaron en una comunidad de seguidores de Jesús que en su momento fue denominada la Iglesia. El evangelio de Mateo es el único evangelio en que aparece la palabra ekklesia, dos veces en referencia a la comunidad o Iglesia local (18,17) y en una ocasión es aplicada a todo el nuevo pueblo de Jesús (16,18). Para Mateo (16,16–20), el origen de la Iglesia se encuentra en Jesús y en la creación de una comunidad que agrupa a quienes lo han aceptado y se han comprometido a continuar su misión para todas las gentes (Mt 28,18–20). Jesús está siempre presente en medio de su comunidad (Mt 1,23; 18,20; 28,20) de una manera permanente que fundamenta cristológicamente la vida y el ser de la Iglesia. Sus discípulos están en estrecha relación con él (Mt 10) y comparten la proclamación de su mensaje, las obras, el estilo de vida y los conflictos. Sus seguidores conforman una nueva familia (Mt 12,46–50) en medio de la cual deben aprender a edificar, en ocasiones entre desacuerdos (Mt 18,15.21.35), una fraternidad en la que no exista desigualdad (Mt 23,8–10). Es una comunidad en la que sus miembros tienen distintas responsabilidades (Mt 10,41; 13,52) y diferentes carismas (23,34).

La importancia de la Iglesia en la vida de los hermanos menores está reflejada en las Constituciones y constituye un elemento esencial de su exposición[3]. La Orden se considera parte integral de la Iglesia (Art. II) y San Francisco escribió el Testamento para que observáramos la Regla según el sentir de la Iglesia (8,3), para la cual nuestro carisma es un don (10,2; 33,5; 179,1) y esta cuida de la Orden para que en ella brille el rostro de Cristo (10,3). Habiendo sido aprobados por la Iglesia (10,4) estamos llamados a amarla (10,5), a profesar una especial devoción por ella (183,2) y a observar su doctrina y magisterio (10,6; 18,3c; 40,3; 156,4; 183,1). Asimismo, hemos de obedecerla a través de sus representantes, quienes son expresión de la unidad espiritual y visible de la Iglesia mediante el desempeño de la autoridad en actitud de servicio y solicitud pastoral (11,1–2; 12,1–2; 117,3; 183,4). Con nuestro estilo de vida, debemos, pues, procurar su bien (11,3; 17,5; 38,3; 82,4; 106,4; 117,2; 148,5).

En la Iglesia, ejercemos nuestra labor apostólica (15,1) y nos esforzamos por perfeccionar nuestra caridad (16,1), colaborando e impulsando su misión salvadora (16,5; 175,4). En ella, cultivamos nuestra identidad (24,4) y con ella permanecemos unidos a través de la oración/liturgia (49,1–2.6; 51,1). Nuestra condición de hijos de la Iglesia nos mueve a seguir sus normas y disposiciones (39,4; 67,4; 111,7; 123,9; 164,2; 185,1) y a vivir atentos a sus enseñanzas en cuestiones de doctrina social (76,6; 78,8). El misterio de comunión que es la Iglesia se refleja en la vida fraterna (88,3), la cual constituye un testimonio esencial para el desempeño de la misión apostólica (88,4). Sus sacramentos nos renuevan y nos ayudan a participar más estrechamente en su vida (114,1–3). Las Constituciones insisten en la adhesión a la misión evangelizadora de la Iglesia (146,3), dentro de la cual realizamos nuestro servicio (146,4; 148,2; 165,1) y apostolado con el fin de satisfacer sus necesidades (147,6; 148,4; 154,1). Para obedecer y sentir con la Iglesia como lo hizo San Francisco (158,4; 183,3), es menester estudiar frecuentemente sus documentos y los de la Orden (161,4). De esta manera, colaboramos con Espíritu que nos configura con Cristo y nos hace participar del misterio de la Iglesia (169,4), para cumplir con nuestro llamado a evangelizar como parte de su misión (175,2).

Como figura de la Iglesia, expresamos nuestra particular devoción a la Santísima Virgen María (52,6), que es ejemplo para nuestra vocación de vivir el santo Evangelio (1,5; 21,4). Por nuestro amor a la Iglesia, honremos “a la Virgen María Madre de Dios y Virgen concebida sin pecado, hija y esclava del Padre, madre del Hijo y esposa del Espíritu Santo, hecha Iglesia, en expresión de san Francisco, y [a que] propaguemos su devoción en el pueblo” (52,6). En ella, que supo estar al pie de la cruz (Jn 19,25–27), encontramos un modelo sublime de perfecta consagración a Dios (170,2) y fidelidad a la Iglesia (Hch 1,14; Const. 181,3).

VII. La Eucaristía

Para los cristianos de diversas épocas y tradiciones, la Eucaristía ha tenido un especial significado e importancia. Tanto las narraciones sobre el origen de esta cena en los evangelios sinópticos (Mt 26,26–29; Mc 14,22–25; Lc 22,19–20) como el relato de Juan (13,1–30; cf. 6,53–58) atestiguan lo significativa que fue para Jesús y sus discípulos esta celebración. Estos relatos, igual que algunos discursos (Jn 6,26–58) y episodios (Mc 6,30–44) interpretados a la luz del acontecimiento pascual, denotan que este hecho quedó grabado de manera contundente en la memoria de los primeros seguidores de Jesús. Asimismo, algunas tradiciones en las cartas de Pablo (1 Co 10,16–17; 11,23–27), previas a los evangelios, y los Hechos de los Apóstoles (Hch 2,42.46; 20,7.11; 27,35), demuestran la importancia de este gesto en las frecuentes celebraciones de la Iglesia primitiva. Al participar de ello, los cristianos tenían una especial certeza de que actualizaban los acontecimientos de la pasión del Señor, a la vez que se vinculaban a él de manera particular. Estos gozaban de la convicción de que al realizar aquel acto permanecían fieles al expreso mandato de Jesús y a la misión que les había sido encomendada de anunciar el Evangelio hasta su regreso.

Las Constituciones, atenidas al ejemplo de nuestro Padre San Francisco, también reflejan la importancia que este sacramento tiene para la vida de los frailes menores. Por eso, desde sus inicios establecen claramente el lugar privilegiado que esta práctica ocupa para nuestro carisma: “Inflamados en el amor de Cristo, contemplémoslo cotidianamente en el anonadamiento de la encarnación y de la cruz para asemejarnos más a Él y, al celebrar la Eucaristía con gozo fraterno, participemos del misterio pascual, gustando de antemano la gloria de su resurrección hasta que Él venga” (2,2). Nuestra vida de minoridad y servicio no es sino una extensión del Cristo siervo y humillado que con tanto amor San Francisco contempló en la Eucaristía (14,1–2). Por eso, profesamos un singular aprecio a este sacramento sabiendo que San Francisco quiso que fuera parte esencial de toda la vida de la fraternidad (47,2). En él debemos participar plena, consciente y activamente convencidos de que es fuente de la vida eclesial, a la par que raíz, eje y corazón de nuestra vida fraterna (48,1; 52,2; cf. 33,6). Además, la reverencia con la que procuramos custodiar el sagrado cuerpo y sangre de Cristo en nuestras iglesias u oratorios testimonia, a ejemplo de San Francisco, nuestra fe y devoción a Jesús, presente en la Eucaristía (48,3–4).

La gracia de este sacramento se extiende a lo largo de nuestro día mediante el rezo de la liturgia de las horas (49,1). En la celebración de la Eucaristía, además de orar por los difuntos (51,2) y estamos llamados a ofrecer al Padre la fatiga y el fruto de nuestro trabajo cotidiano (80,4). Ella es nuestro sustento y alimento para ayudarnos a amarnos mutuamente y para que el mundo pueda reconocernos como discípulos de Cristo (88,8). La Eucaristía nos auxilia a alimentar, consolidar y desarrollar la castidad consagrada a Dios (171,2). De ella obtenemos la caridad pastoral que nos impulsa a entregarnos por el bien del prójimo y la fuerza para promover entre los fieles una vida cristiana centrada en la Eucaristía (151,3). Por eso las Constituciones recomiendan celebrar este sacramento diariamente, de ser posible, o con regularidad (48,2).

VIII. El amor mutuo

Es algo por todos muy conocido que el mandamiento del amor constituye la piedra angular de las enseñanzas de Jesús. Cuestionado sobre cuál de los mandamientos era el más importante, Jesús contesta sin reparos que el amor a Dios y al prójimo supera todos los demás y encapsula todas las enseñanzas de la ley y los profetas (Mc 12,28–34; Mt 22,34–40; Lc 10,27). Jesús ha hecho de la práctica del amor la mayor justicia y perfección de la ley, sin la cual nadie podrá entrar en el Reino de los Cielos (Mt 5,20–48).

El amor que Jesús les inculca a sus seguidores no es una ficción abstracta limitada a una emoción, sino un modo de vivir que se expresa en acciones concretas (Mt 25,31–46). Jesús amó preferencialmente a los necesitados (Mc 1,32–34; Mt 15,29–31; Lc 4,16–21; 7,21–22; 10,29–37) y enseñó a sus discípulos que era esencial amarse unos a otros, no con un afecto exclusivo (Mt 5,43–48), sino expansivo e inclusivo. El evangelio de Juan –así como también otros escritos atribuidos a él (p. ej. la primera carta de Juan)– es el que más clara y explícitamente transmite la tradición del amor mutuo (Jn 15,9–17). En este evangelio, el relato de la Última Cena comienza con una referencia al amor de Jesús por sus discípulos, que es la clave para comprender el posterior mandamiento del amor mutuo: “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1). Este amor que expresa la ternura de Dios por la humanidad y que lo llevó a entregar a su único Hijo para la salvación de muchos (Jn 3,16), constituye el fundamento del amor de unos por otros. Jesús, como el Hijo amado de Dios y el Buen Pastor (Jn 10,1–21) da su vida por las ovejas, que son sus discípulos. El amor del Buen Pastor es a su vez la base para la misión que Jesús delega a Pedro de cuidar y velar por sus ovejas (Jn 21,15–17), o sea, la de amar a sus hermanos. Paralelamente, Jesús urge a sus discípulos a demostrar su fidelidad amándose mutuamente: “Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros … Todos conocerán que son mis discípulos en una cosa: en que se tienen amor los unos a los otros” (Jn 13,34–35). De esta manera, el sincero seguidor de Jesús queda vinculado al amor, pues la consecuencia práctica de querer ser su discípulo es el deseo de esforzarse por cumplir sus mandamientos (Jn 14,23).

A la par con las enseñanzas evangélicas, las Constituciones afirman que el amor de Cristo contemplado en la encarnación y en la cruz es la base y el fundamento de nuestra vida (2,2; 157,1)[4]. Este amor de Dios como parte esencial y justificación de nuestro carisma es reiterado enfáticamente en las Constituciones (3,1; 12,2; 22,2; 46,7; 50,2; 61,3; 78,1; 108,5; 111,3; 147,7; 157,1; 158,5; 162,1; 177,2; 188,3, etc.). En efecto, Cristo en unión trinitaria con el Padre y el Espíritu Santo es la fuente del amor y el mayor estímulo para amar a todos (33,1; 60,1; 88,1; 173,3).

Como beneficiarios de ese amor trinitario, las Constituciones nos exhortan a que, habiéndonos alimentado en la mesa de la palabra y la eucaristía, nos amemos mutuamente para que el mundo pueda reconocernos como discípulos de Cristo (88,8; 157,3; 168,1–3). Ese amor que demuestra que somos verdaderos discípulos del Señor debe manifestarse aun por encima de nuestras diferencias y defectos (89,1–2). Este se expresa mediante la solidaridad de unos con otros (72,2) y la ayuda mutua (90,4). Se manifiesta también a través de la oración, la comunión (koinonía) y el trabajo compartido que hacen de nuestras fraternidades casas y escuelas de comunión (94,3–4). La vida de los frailes menores se justifica y es un esfuerzo por practicar la perfecta caridad en todos los ámbitos, en especial en el trato de unos para con otros (16,1; 18,2; 33,1.4; 92,1; 98,1; 99,4; 112,3; 159,4; 161,1; 166,1). El amor nos compele también a practicar la corrección fraterna (113,2; 163,2) y a cuidar, velar y ayudar al hermano que se encuentre en peligro (116,1). En fin, el amor de Dios y de unos por otros anima hacia el perdón y la reconciliación mutuos (114,4) y nos ayuda a perseverar en el voto de la castidad (172,5) mediante el cual amamos a Dios con corazón indiviso para servir a la Iglesia (169,1–6; 170,1).

IX. El perdón, la misericordia y la compasión

Pocas cosas durante el ministerio público de Jesús fueron tan características de su misión como la misericordia y la compasión hacia los pobres, los enfermos y los pecadores. Los evangelios están repletos de episodios que atestiguan que Jesús, manso y humilde de corazón (Mt 11,29), se mostraba particularmente comprensivo y bondadoso hacia los marginados de la sociedad. Jesús no solo les perdonaba los pecados (Mc 2,1–11; Lc 7,36–50; Jn 8,2–11), sino que también instaba a sus seguidores a practicar el perdón (Mt 6,14–15; Lc 17,3–4) y la misericordia (Mt 9,13; 12,7; Lc 6,36; cf. Sant 2,13). Movido por la compasión, Jesús enseñaba y alimentaba al pueblo (Mc 6,34; Mt 15,32), comía y bebía con los marginados y los pecadores (Mt 11,19), y acogía a los enfermos y a los necesitados (Mc 1,32–34; Mt 15,29–31; Lc 7,21–22) –actitud que, irónicamente, provocó hostilidad y oposición hasta costarle la vida (Mc 3,6; Mt 26,3; Lc 11,53–54; Jn 5,18; 10,31–33)–. En resumen, Jesús se acercó de manera decidida a quienes estaban perdidos (Mc 2,17), con la seguridad de que habría más alegría en el cielo por un solo pecador que se convirtiera que por noventa y nueve justos que no tenían necesidad de arrepentimiento (Lc 15,7; cf. 15;8–31; 18,9–14; 19,1–10).

En numerosos apartados, las Constituciones se hacen eco de este proceder de Jesús y de sus exhortaciones a practicar el perdón, la misericordia y la compasión. Este documento comienza por subrayar cómo San Francisco inició su vida de penitencia practicando la misericordia y la compasión con los leprosos (3,1; 109,4). Siguiendo el ejemplo de Jesús y de San Francisco, su fiel discípulo, también nosotros estamos llamados a ser verdaderamente hermanos pobres, mansos y misericordiosos (44,4). Esa compasión debe manifestarse en la práctica de las obras de misericordia (111,3.6), especialmente hacia los pobres y débiles (60,6), y ser parte de la vida de oración (50,5). La compasión y la misericordia nos emplazan a vivir cerca de los hermanos necesitados, sobre todo los enfermos (108,3) y a practicar el perdón recíproco (114,4). De una forma particular, los hermanos sacerdotes a quienes la Iglesia les ha confiado administrar el sacramento de la reconciliación están llamados a ejercer la misericordia con generosidad y celo (152,1–2). Asimismo, los ministros y guardianes de las fraternidades, a quienes San Francisco pidió que ningún hermano jamás se apartara de ellos sin haber recibido su misericordia, tienen la importante responsabilidad de ser signos e instrumentos de esa compasión con la que Dios acoge y perdona (116,2.5; 163,1).

X. Los pobres, débiles y enfermos

La carta a los Gálatas, una de las primeras escritas por Pablo –posiblemente hacia el comienzo de la década de los 50 a. C.–, recoge uno de los más antiguos testimonios sobre la importancia que el ministerio entre los pobres tenía para la Iglesia primitiva. En esa carta, Pablo hace referencia a su encuentro con Pedro, Santiago (el hermano del Señor) y Juan en Jerusalén (Ga 2,1–10) unos cinco años antes. Durante aquella reunión quedó grabada en la memoria de Pablo la solicitud que le hicieron las “columnas de la Iglesia” (Ga 2,9), aproximadamente 15 años después de la resurrección de Jesús: “… que nos acordáramos de los pobres, cosa que he procurado cumplir” (Ga 2,10). El énfasis en esa petición pone de relieve que la Iglesia primitiva conservó muy presente aquel estilo de vida y enseñanza de Jesús que se evidencia en los evangelios.

Los evangelios sinópticos señalan una y otra vez que el ministerio de Jesús se desarrolló entre los pobres, los débiles y los enfermos. La afirmación programática en el evangelio de Lucas de la lectura del profeta Isaías ilustra de modo ejemplar esta dimensión del ministerio de Jesús: “El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón, a pregonar libertad a los cautivos y vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos y a predicar el año agradable del Señor” (Lc 4,18–19). Tal y como lo confirman los demás evangelios, Jesús frecuentaba a los pobres, los débiles, los enfermos y los pecadores; compartía con ellos, de ellos se compadecía y a ellos preferencialmente les dirigía su mensaje (Mt 5,1-12; 6,25–34; Mc 3,7–11). A quienes querían seguirlo más de cerca, Jesús les pedía adoptar una vida austera (Mc 6,8–9; 10,21), cuidarse de la avaricia (Mc 10,25; Lc 16,19–3) y procurar la compañía de los pobres, no la de los ricos y poderosos (Lc 14,12–14). Asimismo, les recordaba a sus discípulos que al Reino de los Cielos entrarían quienes hubiesen atendido las necesidades de los hambrientos, los sedientos, los forasteros, los desnudos, los enfermos y los encarcelados (Mt 25,34–40).

La cercanía a los pobres constituye hoy no solo uno de los pilares de la nueva evangelización, sino también –como es de esperarse– uno de los elementos medulares de las Constituciones capuchinas. A manera de credo sintetizado, el primer capítulo, al hablar sobre nuestra forma de vida según el evangelio, señala: “Congregados en Cristo como en una sola familia peculiar, cultivemos entre nosotros la espontaneidad fraterna, vivamos gozosos entre los pobres, débiles y enfermos, al tiempo que compartimos su misma vida, y mantengamos nuestra particular cercanía al pueblo” (5,4). De ahí en adelante, las Constituciones nos recuerdan continuamente que nuestra vida, al igual que la de Jesús y la de San Francisco, debe estar siempre ligada a la de los pobres, débiles y enfermos (2,1; 60,6; 108,3; 146,1; 181,1).

Llamados a asumir la pobreza evangélica (2,3; 5,3; 22,3), nuestro carisma, por estar al servicio de los pobres (10,3), conserva una particular cercanía con ellos (24,3) y los enfermos (108,3; 149,2; 153,1) para compartir en fraternidad sus calamidades y su humilde condición (14,3; 46,3). Es precisamente entre los pobres que debemos, sobre todo, difundir el mensaje del Reino de Dios (16,4), al tiempo que nos esforzamos por defender su dignidad (107,3). Mediante nuestro trabajo, aspecto esencial de la pobreza evangélica (78,7), nos solidarizamos con ellos y compartimos el fruto de nuestro esfuerzo (79,2; 108,2).

La colaboración en las humildes tareas domésticas es otra expresión de nuestra pobreza y minoridad (83,1), a través de la cual nos identificamos con la condición de los más necesitados. Inclusive, nuestra vida de penitencia nos acerca a los pobres y se convierte en testimonio del deseo de construir una fraternidad evangélica (109,3). Estos y otros elementos son desarrollados más comprensivamente en el Capítulo seis de nuestras Constituciones (nn. 60–77) donde, de forma más completa y didáctica, se expone el concepto de la pobreza de Cristo, el significado de nuestro voto de pobreza y la necesidad de la cercanía y la solidaridad con los pobres.

XI. Peregrinos y extranjeros

El saludo de la primera carta de Pedro (1,1) contiene una expresión que juega una función hermenéutica importante para su interpretación y para comprender un concepto evangélico fundamental entre los primeros cristianos. En la oración inicial, el autor se dirige a sus destinatarios como “los que viven como extranjeros en la diáspora” (1,1; ver también 1,17; 2,11). Esta expresión identifica a la comunidad como forasteros en una región geográfica, pero es también una notable metáfora que describe al creyente como peregrino en un mundo en el que no se tiene una morada permanente. Esta designación no corresponde a una visión hostil del mundo, sino a la convicción de que mediante el bautismo los creyentes han sido transformados para vivir el tiempo entre de la pascua y la parusía anunciando el Evangelio y animados por la alegre esperanza de la resurrección de Jesús. Esta visión de la Iglesia refleja el ministerio de Jesús, que recorrió ciudades y aldeas predicando el Evangelio entre los pobres y desamparados (Mc 1,38–39; Mt 9,35). De la misma manera, Jesús envió a sus discípulos como peregrinos, ligeros de equipaje, a recorrer las ciudades y los pueblos para anunciar el Evangelio (Mt 10,1.5-12.23.40–42; Lc 10,1-9). Ellos, al igual que él, no habrían de gozar de una morada permanente: “Las zorras tienen madrigueras y las aves del cielo nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar la cabeza” (Mt 8,20; Lc 9,58). Sus discípulos tenían que entender que la misión requería movilidad y desprendimiento, pero sobre todo confianza en la providencia divina (Mc 6,7–12). Para cumplir su misión, estos tendrían que estar preparados para ser enviados a predicar el Evangelio a todas las gentes con la certeza de que él estaría siempre con ellos (Mt 28,19–20).

Ese espíritu misionero de las primeras comunidades es también un elemento esencial del carisma franciscano. Fieles al testimonio de San Francisco, las Constituciones resaltan que nuestra vida en pobreza, austeridad, fraternidad y minoridad debe reflejar nuestra condición de peregrinos y forasteros alegres por los caminos del Señor (5,3). Como parte del Pueblo de Dios que peregrina por el mundo (10,1; 175,2), nuestro carisma ha sido dado a la Iglesia para hacer brillar sobre ella el signo de Cristo (10,3). Por eso, nos consagramos como una fraternidad peregrina (16,5) en la misión salvadora de la Iglesia. Con razón, pues, nos recuerdan las Constituciones que “como peregrinos y extranjeros en este mundo, sirvamos al Señor en pobreza y humildad mientras caminamos hacia la tierra de los vivientes” (66,3). Esa condición de forasteros en un mundo donde no tenemos morada permanente debe reflejarse en la humildad y la pobreza de las casas en las que nos hospedamos (73,1). Ello también debe incidir en la sensibilidad con la cual acogemos a quienes llegan a nuestras fraternidades, recibiéndolos como al mismo Cristo (104,1–2). En fin, las Constituciones nos animan a que tanto en la mortificación voluntaria, por la cual nos moderamos de buen grado en la comida, en la bebida y en las diversiones (112,2), como en toda otra actividad, nuestra vida testifique que nos esforzamos por seguir e imitar de todo corazón a Jesús como peregrinos que se sirven de las cosas visibles aspirando a las que son eternas (189,1).

XII. Conversión y renovación

En los evangelios, tanto Juan el Bautista como Jesús comienzan y centran su prédica con un llamado a convertirse (Mc 1,4.14–15; Mt 3,1–2; 4,17; Lc 3,3–6), exhortación ligada a la proclamación del Evangelio y a la cercanía del Reino de Dios (Mc 1,15). El significado de “convertirse” o “arrepentirse” es “volver” o “dar la vuelta” a Dios en obediencia y confianza para cumplir con la ley y con su voluntad (Neh 9,29; Is 55,7). En los evangelios, este llamado representa un cambio interior de vida, la adquisición de una nueva mentalidad (Mt 5,20; Rm 12,2), no de modo momentáneo, sino como parte de un prolongado y continuo esfuerzo asistido por la gracia de Dios (Mt 7,13–14). Para Jesús, que está en sintonía con los profetas (Am 5,21–24; Os 6,6; Miq 6,6–8), la vuelta al Señor exigía un arrepentimiento demostrable a través de la conducta (Mt 7,15–27; cf. Mt 3,8–9), mediante acciones concretas que manifestara justicia y misericordia. No bastaba con aparentar ser piadosos y religiosos (Mt 23), sino que también la conversión requería una auténtica transformación del corazón (Mc 7,18–23; Mt 18,35). El arrepentimiento había que demostrarlo con una forma nueva de pensar, vivir y actuar, rechazando aferrarse a formas rígidas y ritualizadas de prácticas religiosas (Mt 9,13).

Esta exhortación a la conversión, que es un camino de toda una vida, se reafirma en las Constituciones, cuya finalidad es ser un medio seguro para la renovación espiritual en Cristo y una ayuda válida para vivir plenamente la consagración (9,2). Estas, fieles al Evangelio y a nuestra genuina tradición espiritual, animan a los hermanos a retornar siempre a la inspiración inicial de San Francisco, mediante la conversión interior y un estado permanente de cambio (5,2; 17,2; 41,3; 157,2; 184,3): “Movidos por ese mismo espíritu y reconociendo el pecado en nosotros y en la sociedad humana, empeñémonos constantemente en la propia conversión y en la de los demás, para configurarnos a Cristo crucificado y resucitado” (109,7). En este sentido, es preciso percatarse de que los distintos dones y carismas de los hermanos han sido otorgados a la Iglesia y a la Orden en función de la renovación esencial para la instauración del Reino de Dios (10,1; 28,1).

El deseo por transformar la vida según los valores evangélicos, un aspecto fundamental de nuestro carisma, se expresa a manera de signo con el uso del hábito de penitencia, que es un llamado a la conversión propia y de los demás (35,3). Así como para San Francisco, esta animó su deseo de abrazar a los leprosos y anunciar la buena nueva (50,2–3), a nosotros nos guía en la opción que hacemos de los apostolados –incluyendo el llamar al arrepentimiento a los poderosos y gobernantes (147,5). Este trascendental cambio exige de nosotros una continua familiaridad con la palabra de Dios de manera que podamos ser transparencia evangélica para la Iglesia y el mundo (1,4; 53,2). Asimismo, el trabajo comunitario y la ayuda mutua nos conducen a progresar en la conversión del corazón (81,4).

Nuestra actitud de penitencia es reveladora de esa transformación continua mediante la cual, con la ayuda de la gracia y el Espíritu Santo, nos esforzamos por conformar nuestras vidas con nuestro Señor Jesucristo según el ejemplo de San Francisco (109–110). Para este camino permanente de conversión, las Constituciones nos recomiendan, entre otras cosas, la oración, el retiro, el escuchar la palabra de Dios, la mortificación corporal y el ayuno en fraternidad (111,6). En este empeño, no podemos olvidar los sacramentos de la Iglesia como medios privilegiados para nuestra continua conversión y renovación (114,3). Los distintos organismos de nuestra Orden, como el Consejo Plenario, las Conferencias regionales, los capítulos generales y locales, así como también las visitas pastorales, son recursos importantes para ayudarnos en la renovación de nuestra vida (125,1; 141,2; 143,2; 144,6; 164,1). Las Constituciones también recuerdan que “la maduración afectiva y sexual recorre gradualmente el camino de la conversión del amor egoísta y posesivo al amor oblativo, capaz de entregarse a los demás” (172,1). Por último, no debemos olvidar que nuestra vida de penitencia-conversión requiere que seamos cantores alegres y pacíficos de la fraternidad universal y cósmica (173,2).

XIII. La humildad

Son numerosas las enseñanzas en los evangelios en las cuales Jesús repudia la actitud de los orgullosos y soberbios para enaltecer el proceder de los humildes. Por una parte, Jesús frecuentemente rechaza el comportamiento de quienes buscan hacer las cosas para ser vistos, sobresalir, ser enaltecidos y alabados (Mt 6,1–18; 23,5–7). Por otra parte, Jesús, manso y humilde de corazón (Mt 11,29), exhorta a sus discípulos a no actuar de esa manera, sino a buscar los últimos puestos y a vivir de forma humilde (Lc 14,7–11). En la narración del episodio de los hijos de Zebedeo (Mc 10,35–45), instruye a sus discípulos a no procurar los primeros puestos con la intención de dominar y oprimir, sino a tener como él una actitud de no esperar ser servido, sino servir. Jesús recalca una y otra vez que sus discípulos no deben aspirar a ostentar títulos ni a recibir honores, sino a ser humildes siervos (Mt 23,8–11; Lc 17,7–10). Para cimentar esta enseñanza, él mismo asume la condición de un esclavo del más bajo rango (Jn 13,2–5; cf. Flp 2,6–11) y realiza un gesto dramático con el fin de inculcar en sus discípulos que la mayor aspiración de ellos debe ser la de servirse unos a otros (Jn 13,13–15).

En la parábola del fariseo y el publicano (Lc 18,9–14), la actitud humilde del pecador que se queda “a la distancia” y ni siquiera se atreve a levantar sus ojos puntualiza esta conducta que Jesús quiere elogiar. Finalmente, con un estribillo que los evangelios repiten frecuentemente, Jesús intenta inocular a sus seguidores contra el deseo de dominio y poder, y animarlos a optar por una vida de servicio humilde: “Porque todo el que se ensalce será humillado y el que se humille será ensalzado” (Mt 23,12; Lc 14,11; 18,14; cf. Mt 18,4; Lc 1,48.52; Ef 4,2; 1 Pe 3,8).

Esta actitud humilde de “minoridad” que no aspira a sobresalir ni a ocupar los primeros puestos, sino a servir como los últimos, se reafirma en la tradición franciscana con el ejemplo de San Francisco (4,1; 14,2; 68,1; 175,4) que vivió impresionado y conmovido por el Cristo pobre y humilde (2,1; 10,3; 16,4; 35,4). Por tal razón, la Orden no solo cualifica su espiritualidad con el adjetivo de “menores”, sino que salpica todas las páginas de las Constituciones con esta importante característica del seguimiento de Cristo: “En la fraternidad y en la minoridad reconocemos los rasgos esenciales del carisma que el Espíritu nos ha dado …” (4,2). Nuestro apostolado, así como también nuestra vida de pobreza, itinerancia y penitencia es animada y se centra en el carisma de la minoridad (5,3.5; 64,3–4), la que exige la renuncia a toda forma de poder y dominio y requiere, como en los evangelios, una actitud de servicio y humildad (62,4–5; 123,5). Este estilo de vida humilde viabiliza el que seamos dependientes unos de otros y podamos manifestar nuestras mutuas necesidades (24,7; 72,1). Hasta en la forma de vestir, el hermano menor debe reflejar, con sinceridad y no falsamente, la condición de ser un humilde servidor (35,3–5).

La oración de los hermanos debe testimoniar la minoridad de sus vidas por la convicción de fe y la cercanía a los pobres (46,1–3; 54,2). De igual manera, el uso de los bienes materiales y los medios empleados en sus tareas deben reflejar la condición de menores (71,6; 75,1.5). Esta actitud humilde no solo debe influir en su deseo de trabajar (78,4–5) y en los ministerios por los cuales opta (84,2; 154,3) –frecuentemente tareas sencillas y difíciles (147,7)–, sino también en su deseo de hacer del trabajo doméstico una exigencia de su carisma (83,1).

XIV. Conclusión

Al terminar nuestro sucinto análisis sobre el contenido bíblico de las Constituciones, no parece exagerado decir que cuando las leemos no nos alejamos mucho del testimonio de los evangelios. Si no fuera así, tendríamos que reescribir las Constituciones, ya que nuestro carisma consiste en vivir el Santo Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo. Este breve comentario bíblico a las Constituciones no agota de ninguna manera los temas ni las enseñanzas evangélicas que ellas contienen. Numerosos temas se han quedado sin desarrollar debido a los límites de espacio o porque son ya ampliamente tratados en ellas (p. ej. la oración). Aquellos que hemos resaltado han sido para que –parafraseando el Cuarto Evangelio (Jn 20,30)– creamos cada día más en nuestro Señor Jesucristo y nos comprometamos a vivir de todo corazón la maravillosa vocación a la que Dios nos ha llamado en la Iglesia según el ejemplo de San Francisco.

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[1] En adelante, toda numeración entre paréntesis que no esté vinculada a alguno de los Evangelios se refiere a las Constituciones de los Hermanos Menores Capuchinos.

[2] Por conveniencia, obviamos aquí la distinción entre apóstoles y discípulos. En el evangelio de Marcos, el término “seguir” (ἀκολουθεῖν) se convierte casi en una expresión técnica que se refiere al discipulado (Mc 1,18; 2,14; 3,7; 5,24; 6,1; 8,34; 9,38; 10,21.28.32.52; 11,9; 14,13.54; 15,41).

[3] La palabra “iglesia” aparece 126 veces en las Constituciones.

[4] En las Constituciones, el sustantivo “amor” aparece 66 veces, mientras que otras variantes lexicales (“amar”, “amarnos”, “amante”, “amemos”, “amado”, “amoroso”, “amorosamente”) ocurren en 13 ocasiones. El término “caridad”, afín al de “amor” y frecuentemente utilizado indistintamente, aparece otras 56 veces.

Ultima modifica il Lunedì, 22 Giugno 2020 15:40