“PRIORIDAD DEL SER SOBRE EL HACER”
Discurso del Papa Pablo VI
a los participantes en el Capítulo General
de la Orden de los Hermanos Menores Capuchinos
12 julio 1976
“Hermanos queridísimos, hermanos queridísimos, el mero hecho de vuestra presencia constituye para Nos un grandísimo consuelo. Pensar que la Iglesia tiene un grupo de hijos como vosotros sois, con una autenticidad franciscana que lleváis con vosotros, que tenéis todos el encargo de la misión de ir, como decía el padre Ministro General, de ir por el mundo a predicar el Evangelio. Para Nos, que llevamos precisamente en el corazón este problema, el de la continua y fiel expansión de la Iglesia, vuestra presencia nos proporciona un gran consuelo.
Querríamos deciros tantas cosas, ¿sabéis?, tantas cosas, pero ahora voy a limitarme a unas breves palabras. Comencemos con estas: Queridísimos hermanos, tened confianza (parece casi una contradicción con la regla evangélica; pero no lo es e inmediatamente os lo explicaré). ¡Tened confianza en vosotros mismos, en vuestra elección! Habéis elegido este hábito, esta vocación, esta familia religiosa, este estilo de seguimiento del Evangelio. Pues bien, sabed que esto tiene el sello de una autenticidad, de un fiel reflejo que Cristo, de verdad, puede estar contento de ser anunciado por vosotros y por vosotros representado. ¡Estad alegres y orgullosos de ser Hermanos Menores Capuchinos! ¡No tengáis la menor duda sobre esto! Se dice: Ahora es necesario que nos uniformemos al mundo, ahora cambian los tiempos, ahora habremos de cambiar también nosotros y nuestras costumbres. Lo que sea necesario. No es este el lugar y el momento para discutir estas cosas...; pero mantened la fidelidad sustancial a vuestra fórmula franciscana y capuchina y no dudéis de que entonces estáis verdaderamente, en la medida en que nos es posible a nosotros, hombres de esta tierra, en la realización del Evangelio de Cristo.)
Hijos queridísimos, somos felices al daros la bienvenida a nuestra casa, que es la casa de todos,
Quisiéramos haceros ver que aquí hay representantes de las Órdenes religiosas actuales que vienen a mirarnos y los de las Órdenes religiosas anteriores al nacimiento de los Capuchinos; pero son siempre grandes ejemplares que nos dicen cómo la vida religiosa tomada en esta forma literal y completa sea siempre fecunda y ejemplar.
Somos felices (decíamos) al daros la bienvenida a nuestra casa, que es la casa de todos, pero particularmente de aquellos que, por la profesión de vida perfecta mediante la práctica de los consejos evangélicos, están más próximos a nuestro corazón de vicario de Aquel que es modelo de toda perfección. Hemos aceptado, de buen grado, el deseo expresado por vuestro Ministro General, con el que nos congratulamos por la confianza que le ha sido reconfirmada por parte de los miembros del Capítulo General, y hemos encontrado un espacio en nuestro programa para un encuentro particular con vosotros.
Si bien habéis de perdonar el retraso que os hemos impuesto, ya que debemos medir el tiempo, no con el corazón, sino con la inflexibilidad que impone et reloj.
Un encuentro que nos permitiera manifestaros algunos pensamientos que la solicitud siempre viva por vuestra benemérita Orden nos sugiere.
Podéis preguntaros: “¿El Papa ama a los Capuchinos? Responded, sí, rápidamente. Queremos manifestaros la confianza que tenemos, es cierto, en vuestra vocación, en vuestra inmolación, y la tenemos, no solo porque admiramos el sacrificio viviente en vuestro hábito, en vuestro modo de vida, sino porque tenemos confianza en que vuestra figura, aquella santa figura que encontramos en el famoso libro de Manzoni, la de fray Cristóbal, es aún una figura viva y tiene aún un mensaje. Tenemos también un cierto conocimiento, diría, de los gustos populares; y cuando en una Misión, en una Parroquia aparece un Capuchino, todos quieren confesarse con él. ¿Y los otros sacerdotes? Eh, pero ¡aquel es un Capuchino! Por tanto, tened confianza, ya que verdaderamente podéis representar con vuestra misma fisonomía externa el Evangelio que predicáis.
Queremos, ante todo, manifestaros nuestra paterna complacencia por la acogida que la Orden ha dispensado a la Carta enviada por Nos,
(recordamos la fecha: el 20 de agosto de 1974. Veis, pues, que siempre estamos informados sobre Nos mismo y también sobre aquellos que vienen a dialogar con nosotros)
con ocasión del precedente Capítulo General, carta en la que indicábamos algunas líneas maestras para una renovación de la Orden.
La renovación está en la ley natural. Debemos siempre rejuvenecer, revivir siempre, volver siempre al principio como un árbol debe volver, cada primavera, a revestirse de nuevas ramas, ya que de otra manera no está vivo. También vosotros sois invitados a ser fieles a esta ley de renovación que es la ley de vida, para responder con autenticidad a vuestra vocación y a los deseos que la Iglesia y Cristo tienen sobre vuestra familia religiosa.)
En la carta, donde indicábamos algunas líneas maestras para la renovación de la Orden, decíamos que debía significar una “reposición” en el contexto del mundo actual de las características originarias del más auténtico espíritu franciscano-capuchino. Los acontecimientos de estos dos años han confirmado la presencia en la vida de la Iglesia de vuestra gran familia, en la que se han podido constatar, junto a motivos de preocupación, aún no definitivamente resueltos, signos significativos de una prometedora recuperación.
Sinceramente, no es fácil la experiencia que nos ofrece el puesto en que el Señor nos ha colocado, esto es, el de contemplar el panorama de la Iglesia. Mirándoos a vosotros, lo vemos con ojos de auténtica complacencia: la Iglesia aún tiene representantes de apóstoles como vosotros, hijos fieles que visten así, pobremente bajo la guía del Hermano Francisco. Esto nos consuela profundamente, y vosotros, si bien en vuestra humildad sois silenciosos y queréis permanecer, me atreverla a decir, casi olvidados, en el último puesto, sabed que tenéis un puesto de privilegio en nuestra estima y afecto.
¿Qué pretendemos, pues, poner en esta mañana ante vuestra consideración? Lo decimos sin ambages y directamente: el deber apremiante, que ya estáis cumpliendo, de la evangelización.
Esta pasión por difundir el Reino de Dios, por llevar la palabra de verdad que salva al mundo, la solución a los graves problemas humanos, que parecen a veces desenfocados y orillados por el progreso, las luchas, la política, la vida social, los intereses económicos…; y después llega un Hermano Franciscano que dice: “No viváis así”. ¡Tenéis razón! Confiad, os repito, en vuestra vocación, porque habéis sido llamados a vivir y ser operarlos de la evangelización.
Nos hemos publicado, lo sabéis, una Exhortación Apostólica sobre este tema precisamente al final del reciente Año Santo, titulada, como es costumbre en todos los documentos pontificios, con las primeras palabras del documento, “Evangelii nuntiandi” (8-XII-1975), exhortación en la que hemos recogido, siguiendo las indicaciones del Sínodo de los obispos de 1974, como en una breve “Summa”, los criterios en que debe inspirarse el anuncio de la Buena Nueva a los hombres de hoy.
¿Queréis que continuemos la conversación que estamos viviendo? Pues bien, leed la Exhortación. Allí encontraréis nuestros pensamientos y nuestros deseos. Y sería para Nos una gran satisfacción el que vosotros pudierais descubrir que, cuando escribíamos aquellas cosas, os teníamos presentes a vosotros; leíamos en vuestro corazón, en vuestra experiencia, en vuestras fatigas, en los grandes problemas; intentábamos interpretarlos y expresarlos de manera que fuera confortadora para vuestra vocación capuchina.
Volvemos a hablaros a vosotros, para insistir sobre la capital importancia de este deber, ante el que S. Pablo exclamaba:
“¡Ay de mí, si no evangelizare!” (1Cor. 9,16). El deber de la evangelización exige de vosotros que, después de un examen previo, encaminado a iluminar las principales exigencias del mundo de hoy, os empeñéis en hacerlas frente, con firme determinación y generosa disposición, según vuestra vocación y misión específica, reavivando así la benéfica tradición de la Orden.
Pero, en la confrontación con el mundo, ¿quiénes somos nosotros? ¿Somos tan diferentes? Somos excepciones, anomalías respecto del mundo... y es preciso reconocerlo; el mundo tiene unas exigencias, habla un determinado lenguaje, tiene gustos y costumbres que, ciertamente, es necesario conocer. Es el lado experimental de la evangelización, al que no podemos sustraernos. No predicamos al viento. Predicamos a hombres y los hombres son lo que son, y algunas veces sordos, otras veces malos; algunas veces enemigos, otras veces están corrompidos, etc., etc., y algunas veces, como sois vosotros, son pobres; y entonces os escuchan y os comprenden, y entonces ven al amigo, ven a uno que no ambiciona participar en la presa que ellos van buscando, esto es, la riqueza; sino que ven a uno que se ha unido en su sufrimiento, en su pobreza. Y escuchan, escuchan.
El apostolado de los Capuchinos tiene aplicaciones múltiples y variadas, y la historia pasada y reciente demuestra hasta qué punto ellos saben adaptarse a las condiciones ambientales en las que son llamados a desarrollar su actividad.
Eso sí, es preciso saber adaptarse, conformarse en ciertas maneras externas e incluso de mentalidad, hasta donde sea posible; pero es necesario también conservar la propia originalidad, la propia fisonomía, como se dice ahora, la propia autenticidad.
Es necesario continuar por este camino, con prudencia y visión de futuro, en el intento de actualizar el programa del Apóstol, que podía afirmar: “Me hago todo para todos, para salvarlos a todos” (1Cor. 9,22). A este propósito quisiéramos apelar a una de las características más tradicionales de vuestra Orden, y que nos parece particularmente importante que hoy sea puesta en evidencia en vuestro apostolado: la de convertiros, en cualquier circunstancia, en portadores de paz entre los hombres.
Lo dice el Evangelio: "Bienaventurados los portadores de paz, porque serán llamados hijos de Dios" (Mt. 5,9). Vosotros sois por naturaleza, diría, por vocación, por la silueta, por la misma figura que representáis etc., etc., anunciadores de paz entre los hombres. Y ved que, a pesar de todas las sociedades de paz, de todas las promesas y tratados de las guerras acabadas, etc., existe una necesidad enorme de poner paz, concordia, fraternidad entre estos hombres de nuestro mundo. Estamos comenzando de nuevo a enfurecernos obstinadamente los unos contra los otros, lo mismo en el ambiente doméstico, familiar y social, que en el internacional y político.
Paz entre los hombres. El hombre de hoy necesita más que nunca encontrar en su camino a alguien que le dirija el saludo, augurio e invitación a la vez, que tan querido fue a S. Francisco: “¡Paz y Bien!”.
¡Qué palabras de oro!: “¡Paz y Bien!”. Debéis repetirlas con vuestros labios, con vuestro ejemplo, con vuestra vida, con vuestra presencia, con vuestro sacrificio, con la inmolación continua de vuestra existencia por este “¡Paz y Bien!”. Ved que esta es una fórmula grandiosa. Hay otras, no lo niego, capaces de definir a las familias religiosas. Vosotros podéis personificaros en esta salutación que os define bien y posee una irradiación inimaginable: ¡Ha venido a anunciarnos “Paz y Bien”.
Paz con los hombres, para atenuar, si no es posible resolver, los conflictos en las relaciones individuales, familiares y sociales, en el plano nacional e internacional. Paz, sobre todo, con Dios en el santuario de la conciencia, ya que precisamente en el amoroso encuentro con el Padre que “nos perdona nuestras deudas” (Mt 6,12; Lc 11,4), se recibe el don de poder mirar con nuevos ojos a los hermanos que tienen algo contra nosotros (cfr. Mt. 18,35).
Aquí se abriría el importante capítulo de la evangelización que se realiza en el confesonario.
Ved que toco un punto delicadísimo, pero de suma importancia. Lo sé, sé que es discutido, y que no está de moda. (Aquí el Papa dice en voz baja): Os lo digo a vosotros, a vosotros en particular: sed excelentes confesores especializados, especializados en esta terapia, que os dé una ciencia de las almas, una ciencia de Dios como ninguna otra psicología o psicoterapia puede dar a los hombres y a los que sufren en este mundo. ¡Sed buenos confesores! Sed cercanos al confesonario en este un ministerio delicado e importantísimo, si bien hoy contestado equivocadamente por algunas voces con relación a la administración individual del sacramento de la reconciliación. Es este un capítulo que aquí no podemos desarrollar, afrontar. Por lo demás, la Orden de los Capuchinos se gloría de insignes maestros en este arte delicado, y no hay más que seguir su enseñanza para recoger preciosas sugerencias sobre la actitud justa que se ha de asumir frente a las almas, para favorecer en ellas el secreto operar de la gracia. Séanos suficiente referirnos a la figura humilde y radiante del P. Leopoldo de Castelnuovo.
¡Oh, el Beato Leopoldo, que Nos hemos tenido la fortuna, el honor y la alegría de proclamar ya bienaventurado en el Paraíso! Un hermano vuestro. Quizá alguno de vosotros, ¡quién sabe!, le habrá conocido. ¿No es verdad? Pues bien, lo hemos declarado Beato y con razón. Estos actos no los realizamos arbitrariamente, ni mucho menos, sino después de una exigente documentación acerca de milagros, de gracias, de un examen -diríamos que anatómico- de las virtudes del llamado a la gloria del Paraíso.
Hemos proclamado Beato a este hermano vuestro, al P. Leopoldo de Castelnuovo. Tenía, además, la prerrogativa de pertenecer a Yugoslavia y de ser paduano, llegó a ser tal. Con la simplicidad y la dulzura y con la paciencia y la bondad, ¡a cuántas almas consoló! También Nos hemos conocido personalmente a gente (profesores de la Universidad de Padua, etc.) que decían: "¡Ah! ¡Con el P. Leopoldo, sí! ¡Con el P. Leopoldo, sí!”. Se debería decir lo mismo: “¡Con este, sí!”, de todos y cada uno de vosotros, si de verdad estuvieseis embebidos de la conciencia de lo que puede ser un maestro de almas que se inclina sobre la miseria, sobre los gemidos, algunas veces sobre los caprichos de las conciencias, para ordenarlas y elevarlas a Dios. ¡Un gran, un gran ministerio!
Nos hemos tenido la alegría de proclamarlo Beato, para destacar un tipo de servicio pastoral en el que os querríamos saber generosamente empeñados, para ofrecerlo a las almas deseosas de un encuentro sacramental con el amor misericordioso del Redentor.
Sí, es precisamente en el sacramento de la confesión donde encuentra su realización este saludo de “¡Paz y Bien!”
Séanos lícito, queridísimos hijos, prolongar aún por un minuto el discurso, con el fin de subrayar brevemente tres requisitos, que nos parecen fundamentales para vuestra eficaz obra de evangelización. El primero podría ser formulado así, en términos difíciles, filosóficos, pero que vosotros entendéis rápidamente: prioridad de ser respecto al hacer.
Muchos pueden reprochar: “¿Qué hacen los Capuchinos? No tienen ninguna obra”. ¡Son, son testigos! Son seguidores integrales del Evangelio, son maestros de la vida espiritual realizada en la propia existencia. Y es esta prioridad la que realmente os coloca, sin que vosotros lo pretendáis, en los primeros puestos, dentro de la jerarquía de valores espirituales de Iglesia.
Prioridad del ser respecto al hacer. La evangelización requiere testimonio y el testimonio supone la experiencia, a que mana de una profunda vida de unión interior con Cristo, que lleva al discípulo a una progresiva conformación con el Maestro, a un ser como Él, eso es, ¡ser como Él!, por Él y en Él, que poco a poco se transparenta, y de forma convincente, incluso en la forma externa de vivir, de ser y de trabajar. Una forma externa, marcada particularmente (¡oh, lo sabéis muy bien!) por la pobreza de Cristo.
Mirad que la pobreza de la cual estáis revestidos es ya una predicación, es un lenguaje, es un reproche quizá, caminando en un mundo que quizá busca verdaderamente cualquier cosa que la pobreza. Pero es un recuerdo decir: Mira, buscamos las cosas que importan de verdad, no las perecederas y corruptibles. Vosotros, con vuestra pobreza, buscáis la liberación de los bienes, de la esclavitud de los bienes económicos, predicáis la santidad, predicáis la aspiración a la libertad de las almas, de la vida espiritual.
Una forma exterior marcada particularmente, decíamos, por la pobreza de Cristo, “el cual, siendo rico, se hizo pobre, por amor nuestro, a fin de hacernos ricos con su pobreza” (cfr. 2Cor 8,9; Mt 8,20, y Decr. “Perfectae Caritatis”, núm. 13). Es esta una lección esencial, que irradia del más auténtico mensaje franciscano, ¡un mensaje hoy más actual que nunca!
Algunos dicen: pero “¡eso es de la edad media!”. ¡No! Es de hoy, y lo será de mañana, porque realmente toca los centros vitales de la psicología y de la moralidad del hombre y, consecuentemente, de sus destinos.
Segundo requisito: estar con el pueblo.
No hay necesidad de que os insistamos, porque ya lo predicáis. Pero os animamos a esta cercanía
La Orden de los Capuchinos es una Orden, gloriaos de serlo, popular. ¡Sedlo! Ha nacido con esta característica y será aceptada y eficaz en su acción evangelizadora, si se mantiene como el pueblo que la ha visto así a través de los siglos. De aquí el deber de vivir junto a las clases humildes.
Encontrad la manera de recorrer los caminos, los senderos, las casas, las chabolas de los pobres y de la gente que vive humildemente.
El deber, decíamos, de vivir junto a la gente humilde. De aquí el empeño por lograr un estilo de vida que, en cuanto a pobreza, no se aleje del suyo. De aquí la coherente exclusión de compromisos contrarios a la tradicional austeridad y simplicidad de vuestra vida, incluso por lo que respecta a la fisonomía externa del fraile capuchino.
Tercer requisito (y nos detenemos aquí, porque aún quedarían tantos otros): fidelidad a la Iglesia.
Queridos, sed de la Iglesia. Amadla. Amémosla. Intentad ser verdaderamente fieles a la Iglesia y fieles al Episcopado, fieles, también, a este pobre hermano que os está hablando, pero que lo hace en nombre de Cristo.
La evangelización no se realiza jamás a título personal, sino siempre y solo en nombre de la Iglesia, porque es a la Iglesia a la que Cristo ha encomendado la tarea de anunciar el Evangelio a todas las naciones (cfr. Mt 20,18-20; Mc 16,15-16; Hech 2ó6,17ss). Mantenerse en comunión de mente, de unión de acción con la enseñanza, con las directivas y disposiciones de la Autoridad eclesiástica, en las circunstancias concretas en que sois llamados a trabajar, tanto a nivel de Iglesia universal, como también en cada Iglesia particular, es una exigencia connatural a toda acción apostólica que quiera ser “para edificación y no para destrucción" (2Cor. 10,8), porque Cristo es así… y así es como salva las almas.
Estos eran los principales pensamientos que queríamos, con alegría, comunicaros esta mañana, aprovechando la oportunidad del encuentro que nos ofrecéis. Vosotros, carísimos, nos habéis ofrecido en este encuentro la ocasión de testimoniaros, todavía una vez más, qué vínculos de paterno amor, podemos decir más, de predilección nos unen a vuestra Orden. Para obtener una grande efusión de gracia sobre los buenos sentimientos con los que habéis acogido nuestras humildes palabras, sirva la Bendición Apostólica, que ahora os impartimos de corazón.